Leer aforismos

 


 

Jimy Ruiz Vega.- La lectura de aforismos tiene como condición previa la aceptación tácita de que tiene sentido algo cuya tarea primordial es completar lo que queda dicho. Al menos esa es la actitud genuina de sus lectores, a la que se añade su fascinación por lo escueto, por lo mucho que es capaz de expandir la brevedad de lo que se presenta ante sus ojos. Pero también, su hondura, la que se encuentra implícita en el texto y convierte lo escrito en un terreno propicio para la iluminación, la perplejidad y el asombro, con la idea de encender nuestro interés por lo que transcurre en el texto y lo que revela de extraordinario e insólito.

Bien es cierto que en la propia esencia del aforismo existe una inexorable voluntad de verdad, de concisa y desnuda verdad, sutil y provocadora que, curiosamente se despliega por los mismos linderos de la poesía. El aforismo y la poesía se parecen en lo que tienen de epifanía, en su condensación, en el límite de su expresión, en esa suerte de lenguaje en busca de un resplandor o revelación. Hay un nexo compositivo parecido. De ahí que el aforismo surja con tanta naturalidad en las manos del poeta como un verso suelto. Muchas veces, podemos encontrar más poesía en dos o tres aforismos que en un largo poema. En esa analogía podemos situar al poeta como escritor en la frontera del aforismo, algo que ya intuía Borges en esta sentencia: “El poeta no construye enunciados sobre la realidad, sino que construye la realidad por medio de enunciados”.

 


 

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